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Samael Magnum.


Merope  ©
Declaración a una bibliotecaria

 

©  Merope, por Samael Magnum

 

ID 1-2025-56242

[Relato literario]

[Ilustración: L’Etoile Perdue, William Bouguereau, France, 1884]

 

MEROPE

Declaración a una bibliotecaria

 

​​

El reloj galopaba procurando alcanzar los latidos de mi corazón, siempre intentando, —sobrepasando, en ocasiones—, la decretada imposición de cuarentena de mis fantasmas adversarios. Aquel reloj torturador, reloj infame: eres el escarnio sutil en el campanario soterrado de mi pensamiento.

Aún invoco diversos anhelos que suelo alimentar con frecuencia. Aquel amor contenido, aquel amor injuriado, aquel amor engañado, aquel amor combatido y quizá, robado. Pero, como si de mascotas se tratase, con esencia elemental los acicalo para evitar su desintegración astral, mental, etérica, o todas al mismo tiempo, —¡cómo saberlo!—. Navego en el océano de mis recuerdos, los visualizo vívidamente: náufragos que sobreviven. Aunque fui, el único interesado, aunque la facción cobarde en este reto bizarro, tan solo deseó su aniquilación, —es de mi conocimiento, y pongo a la providencia de testigo—, que, en esta hora presente, desconozco su resolución.

Desde entonces, entre tangenciales espacios me perdono. En pequeños segundos me evado, de diversos ámbitos huyo, y corro como un niño asustado. Dejo de pensar en los pendientes cotidianos, en las pruebas enemigas y en mis caídas suicidas. Cadenas todas, y prisión que adeuda mi corazón.

Abro los ojos y alzo mi rostro a un sórdido techo arquitectónicamente iluminado y, mientras mi desciende, reenfoco mi vista, evado calamares y medusas, alimañas que viven en profundos mares vítreos, proyectándose y apareándose en el anfiteatro de mi retina, a escondidas de Platón.

Nuevamente, mientras bajo mi derruido telón, admiro la presencia, los modales y las maneras agraciadas con que avanza en el proscenio de lectura, una mujer juiciosa, semidiosa excelsa, —porque invadido por su sensación alucinante y sometido por su influjo fatal, no encontré en mi reducido lenguaje, expresar el instante sublime en que irrumpió su mesmerismo excepcional—. Aquella dama original se desplazaba elegante y silenciosa, como un cisne, como lo hace indivisible cada tarde el sol que se me comienza a esconder, mientras me escondo entre los recovecos de esas tardes cuando mis pasos desnudos cargan mi soledad.

Yo, L´Hermite, volviendo a mi estancia predilecta, guiado por aquel sonar que me traspasa el alma, la indulgente vibración de las campanas de la iglesia colindante. Entretanto, me deslizo sobre el filo de la vigilia y pronto me resbalo en el sardinel, y denoto, que de mi se burla Minerva, —écfrasis y amiga—, mientras se despide y su risa oculta entre hojas de olivo. Pero es aquel tropezón el que me devuelve la existencia, como el pintor vivaracho que funde el brillo metálico y sediento de aquel atardecer, embadurna el lienzo, que, sin embargo, a lo lejos advierte la gran mancha de la oscuridad que se arrastra como un miasma viscoso sobre el asfalto, allí, al fondo de la calle, perpendicular al horizonte, que le persigue celosa para poseerlo, para obligarlo a cerrar los ojos en la muerte del cansancio, del sueño y del hastío.

Entonces, sumido entre tinieblas cuento los ciclos de mi respiración y cuando fallo, salto asustado como un anfibio para frotarme los ojos con una lengua espesa, y procuro despertar, para huir de pensar, para socavar sabiduría impresa, aprovecho pues, aquel estado de magia hipnagógica para convertir en mi mente a esta inédita mujer de cabellera trenzada y de aspecto tierno, preciosa dama que se cuela entre mis sueños y en mi encarnación física, transformada en una niña bella cuya presencia me despabila sobre la silla, por quien me proyecto despierto, erguido, diestro y guerrero, y de quien merezco, —inmerso en indulgente alucinación—, todos sus besos.

Entonces, por fin incorporado en mi oficina pública, me observo analizar su labor. Recorro sus dedos hasta lamerle el humor y el dáctilo magnetismo psicodélico que desprende su impronta, la esencia misma de su tacto que se deposita cuando sus dedos rosan los libros, su magnetismo y su calor, de esos dedos diestros, de esos siniestros dedos que tocan la cítara y bailan con mi intensión ambivalente, y la detallo rozar, cual artesana, su impoluto arte, como si en cada uno de esos caracteres buscara el fragmento extraviado de su alma, como una maga, que entre los naipes arcanos busca el destino, y quiero pensar, su destino: ¡conmigo!, Yo, su perfecto destino improvisado, hasta maquinar la manera de hacerme, de amarrarme a ella, para fiarnos el amor más sincero y desinteresado, hasta que lleguemos a nuestro mejor acuerdo y entonces, soltarnos en compromiso.

Yo, un visitante perpetuo. Un espectro tímido, pero ávido por letras ocultas, por defender trémulas objeciones, por revivificar intentos fútiles, adorador de toda anónima y maldita existencia. Amante silente de siglos impresos, de técnicas novedosas, de investigaciones temerarias, de arte maldito, práctico y superfluo, y con las intenciones ocultas de un añejo nigromante, que indaga con regularidad en aquel cementerio de libros. No obstante, ahora me hallo observando a una maga de las tumbas, una administradora de los papiros, me hallo deslizándome entre renglones, me encuentro huyendo de acentos y de la ortografía, perezoso por acotamientos, geométricas restricciones y acosado por complejas parametrizaciones. Me quiero olvidado. Me deseo muerto, de todo mi pasado, preso de ímpetu, secándome el llanto, y entonces, esa desconocida impotencia que me gobierna, me abandona.

Cambio de capítulo y aquella maga comienza a seducirme con su magia, sin darse cuenta, sin proponérselo —realmente—, escruto las aristas de su misterio, y descifro algunos tesoros en su belleza, en cada miembro, en su cadera, en cada fibra de su cabello, en la esencia que se le derrama y que subyace a su prudencia, a su pudor, sobre la alfombra, donde emana su exquisito olor y en su confortable calor, que como un vampiro salvaje me persuado en saborear, hasta incorporarlos en mi sangre, fusionándose la victoria de su dominio estratégico, sobre mí, hasta entonces, fortuita incomprensión.

Considerada y de costumbres exactas, aquella maga bibliotecaria danzaba como un oráculo para mí, —por ende, sin música—; empero, con elegancia y gallardía desmedidas, mientras desmentía el polvo de mis archivos kármicos, mientras hacía retumbar desde los más recónditos espacios del conocimiento y de las ideas alojadas por mastabas de papel, papiros y obeliscos, todo el gnosticismo, la alquimia primigenia, el sentido mismo de la vida, el amor bajo voluntad. [Aleister Crowley, Inglaterra, 1904]

Sus manos de niña malabarista, de hábil Escriba, talladas por el propio destino para voltear las páginas sagradas del libro de los muertos, atenciones póstumas en que se complacen los que descansan en la eternidad, y los escritores malditos contemporáneos cuyas obras aún les contiene en cuánticos purgatorios; todos, prestamos atención a su voz, disfrutamos su bálsamo sonoro, la canción de un recuerdo dulce de la distancia particular de cada infancia, el eco agudo y generalizado en esa catedral vacía, que concurrida por espíritus que saben guardar silencio, y que cumplen prohibición de hablar a los vivos; desde aquella iglesia en la distancia, —que a la postre— levantase y codificase arquitectónicamente y que, privilegiada con la campana sutil, sánscrita, me invitó a conducirme al templo de su adoración, o de mi perdición —más propiamente escrito—, pues sin darme cuenta, fui mi propio testigo y confidente de abandonar mis sentidos hacia donde me condujeron los ojos, átomos voluptuosos, moléculas ígneas recorrí entonces, soterrado y en silencio, hasta sentir mis hormonas cautivas, emanar, y la paz que me inspira se eternizó y me convulsionó, pues aquella maga me reclama del sarcófago, sacude la mortaja engusanada de mi rostro por mi fatal condición, y entonces,  cuando por fin cruzamos miradas, advertí su ojitos tiernos, y definí su fisonomía: sincera, como el sol faraónico.

Luego, me incorporé de mi silla y me conduje por un libro, por una disculpa de lomo con hojas, cualquier volumen que estuviere cerca de su presencia. Cada vez que me acercaba, fingía error y me procuraba un libro distinto. Cada vez que ella me veía, fingía no verla, fingía concentración para escapar de la pena, para evitar sonrojarme como los recónditos objetos celestes de espectro electromagnético rojizos que se alejan de su gravitación. Hasta que poco a poco, el aire entre nosotros adquirió un espesor peculiar, como si el oxígeno, cargado con energía y vibraciones, magnetizado ya, se propusiere reducir nuestras cadenas a un único eslabón. No obstante, guardamos silencio, cualquier tontería por preguntarle, y quizá, cualquier acierto por responderme, acordamos:

La sabiduría que nuestras bocas callaban.
El deseo que nuestros colmillos presionaban.
Saliva tragada, mientras nuestras almas se contemplaban.

[Samael Magnum, Colombia, 2025]

Aquella tarde, el universo, harto ya, de mis deseos proyectados, conspiró en mi favor para materializar aquellos pensamientos, y liberó la presión de aquel Bing Bang que aquella maga provocaba, mientras ella se robaba todas mis tristezas hasta el punto de hacerme olvidar toda mi vida, mientras descubría en mí, su anhelado secreto, entretanto me moría por su compañía, sumergido en arena movediza, desmoronándome como una momia, en su presencia. . .

. . . y de pronto, un apagón de murmullos que se alejaban en la distancia, envolvió a la biblioteca, y no hubo más testigos que las sombras de nuestros cuerpos trémulos y las letras dormidas y doradas refulgentes de las caligrafías lujosas. La busqué como un gato entre los libros —o quizá fue ella quien me esperó— entre los estandartes y destacados en la Sala de Arte, justo donde las palabras son más vulnerables, osadas, incomprendidas, sublimes y juguetonas. Fue ahí, justo ahí, donde el corazón dejó de obedecerme, donde mi sangre carburó y fui consumido por el fuego interno, casi inédito, casi desconocido, empero, irresoluto e incontrolable a causa de su presencia embriagadora.

Sin pronunciar palabra alguna, con un gesto galán, pero torpe, y rindiéndome al deseo que me desbordaba, la rodeé con mis brazos temblorosos para evitarle cruzar al abismo que me sigue. Y aquella niña maga no se resistió. Confiada, cerró los ojos. La observé respirar profusa, mientras la rozaban mis dedos en sus mejillas carmesíes, y la preví nerviosa e intentó escapar, convulsionando desesperada como si estuviese dentro de una pesadilla de muerte, pero sin quejarse por sujetarla, hasta que poco a poco, sonrojada y tranquila, se entregó a mi sueño.

Sin resistencia entonces, sentí el aliento húmedo de la inminencia, y antes de que la razón pudiera pronunciar su objeción, su lengua brotó expectante, sus labios me buscaron, me encontraron y quebrados, los lubriqué con el efluvio viscoso de mi saliva. Besándonos, bailamos entre abrazos y caricias, sin pronunciar palabra ni queja. El sol del desierto se anidó en nuestras bocas, hasta que el copioso néctar de nuestros labios, se disipó y comenzó a quemarnos el fervor, y a pintarnos con un rojo profuso y oriental. Los estantes de madera cedieron a su función predeterminada, y cumpliendo su vida útil, se desensamblaron hasta desvanecerse, emitiendo el fragor de amaderado bullicio. Libros se contorneaban como lluvia de meteoritos. Caracteres dorados de diversos lomos refulgieron destellos como luciérnagas ebrias. Los escarabajos de oro caminaron. Y en medio de aquel estruendo magnánimo entre portadas y títulos, nos caímos hasta quedar atrapados en una escena sánscrita, tan íntima, que ningún poeta o profeta por perfecto que lo describiese, conseguiría ser leído jamás.

Entonces el tiempo, como si nos concediera una tregua, se ralentizó. 

—Y cuando fuimos despojos sobre el suelo y los labios de su boquita tocaron los míos en un reencuentro de beligerancia carnal, no se trató de un beso: fui presa del propio Armagedón. Dominé mi lengua hasta hacerla avanzar como la daga de mi deseo, empapada en la más dulce sangre del anhelo. Conquisté su garganta por dentro, y no sé si fue mi lengua o mi alma la que la atravesó más allá de su nuca, pues mi mano, sosteniendo su delicadeza por el cuello, como lo hace un reposacabezas egipcio digno del descanso Real, le hallé impregnado de aromático perfume. Anuncié el final de mi desdicha con varios golpes en la campanita de su garganta sagrada, y su voz, esa que tantas veces imaginé en sueños, se rindió a mí como una ciudad sin defensa. Solo sé que, al besarla, el universo perdió sentido. Era ella, toda ella, aquella maga, ¿mi destino final?

Y mientras besaba aquel ángel que se alimentaba de mi amor con los ojos cerrados, mientras la observaba besándome, dormida, embelesada, envuelta en nuestro cariño, interpreté el fuerte latido de mi pecho pegado al suyo, que me recordó que estaba vivo. Notando su inconsciencia por el sopor que la apresaba, la sacudía, asustado por su profundo sueño y la reanimaba con pasajes de églogas perdidas hasta que volvía nuevamente en sí, viva, me sonreía con los ojos cerrados.

Cuando el estruendo cesó y los libros encontraron reposo en el suelo, unos pasos temerosos acudieron al rincón del escándalo. Cinco señoritas estudiantes y una bibliotecaria auxiliar, fueron testigos tardíos del momento ya consumado. Aún abrazados, nos incorporamos lentamente y cuando esbeltos estuvimos para ellos, no fuimos capaces de explicar lo sucedido. El temblor en nuestra voz, nos impidió hablar. A decir verdad, y como un par de niños siendo regañados, ninguno supo responder al lenguaje incomprensible de aquella onomatopeya colectiva que se alternaba, sus voces fueron inéditos e incomprensibles sonidos; sin embargo, no me cabe la mínima duda, reitero, seguro estuve que sus bocas manifestaban inconformismo y que nos solicitaron con diversas entonaciones, muecas y ademanes, una legítima explicación.

Sólo supimos bajar nuestra mirada, mientras el rubor encendido en nuestras mejillas delataba la irrefutable conflagración de lo vivido. Y en medio de aquel collage de libros sobre en el suelo, alcancé a leer:

[. . .]

Un relámpago. . . ¡luego noche! —fugaz beldad—,
Cuya mirada me hizo renacer de repente,
¿Te contemplaré únicamente en la eternidad?

¡Otro sitio, allí! ¡tarde o muy tarde! ¡tal vez nunca!
No sé hacia dónde vas, conmigo no escaparías,
¡Oh tú a quien hubiera amado, oh tú que lo sabías!

[Baudelaire, Francia, 1861]

Pero lo más notorio no fue ser el centro del escándalo y la imposibilidad de comprender o de interpretar aquella cultura extraña que nos asediaba, en la escena más graciosa de un retrato sin nombre, situación inverosímil cuya prerrogativa manifestó dicha foto sin tesis; fue la complicidad absoluta y el brillo en sus ojos. Y en un acto de verdadera incondicionalidad, aquella niña maga me sujetó con su tierna y calientita mano hasta entrelazar la mía. Sentí entonces, la alegría de la sangre palpitar en nuestras manos, aun vibrando bajo nuestra piel, pude contar nuestro pulso aparejado. Y saboreé la escasa humedad de su palma, aquel elixir que emanan sus nervios.

 

Entonces me dirigí a sus ojos para preguntarle, y mientras llevaba mi mano libre a su rostro para acomodar sus flecos, cuando estuve tan cerca, me sumergí en los surcos de sus iris, como el joyero experto que escudriña el fuego centelleante, examinando la dispersión y refracción de la luz conforme a un tallado ideal, porque pretendí, adicionalmente, aumentar su taza en quilates por el valor absoluto de su cariño.

En silencio hablé conmigo mismo:

Tú y yo configuramos este secreto… esta gloria sellada por besos vehementes, aquí y ahora, ende redor de estos libros divinizados y, me cuestiono desde entonces:

—¿saldrías conmigo, —algún día—, cuando hayamos resuelto este desorden? — pronuncié para ella.

***

Samael Magnum.

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