Samael Magnum.
Algol ©
Para Nhora, Vivianne & Erzsébet

ID 1-2025-56121
[Relato literario]
[Ilustración: Art and Literature, Adolphe Bouguereau, France, 1867
ALGOL
Tributo intermitente
Noche de Beltane, 2016
No supe el momento exacto en que se rompió la frontera de mi contemplación por observarlas besarse, y mi deseo frenético por actuar y procurar intervenirlas físicamente. A decir verdad, creo que es el fetiche de cualquier congénere, “casarse con un par de lesbianas”, a menos así lo charlamos entre tragos, con los locos del bar de música electrónica, cuando, silenciados por el deseo y la impotencia, observábamos en la distancia a las hijas de Safo bailar y besarse entre sí.
Es un espectáculo digno de contemplación, aún con el tabú que les cierne la sociedad, tiene un no sé qué de angelical, que todo el entorno se forma, en reverencia, ante su manifestación.
¡El amor!
El amor de niño, el ridículo amor, del que los pragmáticos no se acuerdan. El amor de adulto, el que aniquilas para casarte por interés o por conveniencia.
Recuerdo, durante mi infancia, asediar con ternura y propósito romántico a una señorita llamada Nhora. Aunque era joven, ya conocía la ansiedad de quien ama en silencio. Halagué a Nhora con Lirios de Agua, dulces y escritos cargados de todo lo que aún no sabía decirle. Jamás le pedí que “fuera mi novia”. Me aterraba su negativa, porque sabía que se desmoronaría mi mundo con un simple “NO”.
Elegí, entonces, la galantería indefinida: un asedio presuntuoso que prorrogó mi confesión, un cortejo indeterminado que se perdía conforme avanzaba, con cada charco de lluvia que se evaporaba, con aquella cicatrización de savia que se emanaba por cada Lirio de Agua que cortaba, por los mundos subterráneos, arduamente elaborados, de insectos que pisaba para acceder al pantano; que, sin embargo, aquel reto in crescendo constante, se renovaba y se incrementaba por sí mismo. Desde entonces, soy experto en ese arte infructuoso de postergar el deseo amoroso hasta disolverlo, hasta que la luna cambie de fase, hasta que el sentimiento se congele.
Ahora, la ironía de este amor de adulto me lanza una paradoja exquisita: sin haberlo pedido, sin siquiera intuirlo, me he convertido en el amante de dos mujeres lesbianas, exageradamente hermosas y que sobrepasan todos mis derechos.
¿Qué es el amor, entonces? Cuando era joven, el amor fue un cristal roto conforme a mi suerte y, ahora... ahora es una orgía indulgente donde soy requerido por demonizas de la lujuria. Entonces, no sé en qué consiste el amor, pero estoy sujeto a respetar sus decretos con gentileza, beso por beso, rasguño por rasguño, mordisco por mordisco. . .
Observándolas ahora, recostadas bajo el marco de la puerta de acceso a la suite 669 del Motel Las Camelias, mientras intento abrir la puerta: Vivianne y Erzsébet, ambas, bajo el efecto psicodélico del éxtasis sintético, me conmueven. Parecen dos piezas de metal que al frotarse y quererse fusionar, se sacan chispas y se derriten a fuego lento, alcanzándome a calentar aquel proceso siderúrgico. Avanzan acariciándose, desvistiéndose mientras se conducen hacia la cama, comunicándose como si estuvieran solas, sumergidas en un espiral de embeleso, flotando semidesnudas sobre la superficie de seda que imprime sus formas en aquel colchón de agua; mientras Yo, que parezco su servidor, un espectador confidencial de aquel reality show, sigo con atención su tangible actuación, de sánscrita indulgencia.
Cierro y aseguro la puerta de acceso, mientras observo a las chicas desplazarse abrazadas, besuqueándose sin soltarse, continúan desvistiéndose y me burlo de ellas, mientras recojo del suelo el suéter de Erzsébet y le notifico su agradable aroma, avivándolas con la resonancia de mi voz. Avanzo rápidamente hasta la mesa contigua a la cama nupcial y ubico los “botilitos” del Scotch Whisky, las botellas de agua, vino Sauvignon y Le champagne que las chicas se procuraron con el mozo del motel y mis latas de Club Colombia Negra. Además, una caja de cigarros, chicles, pastillas de éxtasis, preservativos y los celulares y carteras que soltaron por el pasillo alfombrado. Enciendo la calefacción, y apago el plasma pegado en la pared. Observo la tina de agua con el strobe encendido y advierto una notificación para comunicarse por citófono con la administración, para habilitar el llenado con agua caliente y me aseguro que el aseo y la distribución de las prestaciones alquiladas de aquella suite matrimonial son conformes y confortables. Para finalizar, enciendo un dispositivo de música e inyecto la USB que Vivianne me recomendó, del cual comienza a reproducir música de sintetizadores electrónicos.
Voy al orinal y me aseo. Observo el reflejo en el espejo de aquella amalgama femenina que se ama, fidedigna. Soy su compañía desde la medianoche en que nos citamos en grupo, en el bar de música electrónica, y que, al terminar su DJ favorito, resolvimos irnos a descansar. Generalmente, inhiero agua entre trago y trago para controlar mi embriagues, para no perder los estribos, para no quedar inconsciente. Considero este procedimiento una ventaja, que usualmente me brinda recompensas. Ahora, un tanto sobrio, soy consciente del dominio exclusivo de carne y sangre que gobierno.
Cuando terminé mi puesta a punto, me sumergí en aquel hechizo, desplazándome hacia aquel ojo del huracán en silencio, un huracán de llamas, que empezó a calentarme por la ígnea voluptuosidad que sus formaciones trascendían. Entonces, comenzaron a extrañarme, notaron mi cercanía y empezaron a burlarse de mi timidez. Murmuraban secretos jocosos, reían y se contorsionaban como oráculos embriagados, como los caracteres de un idioma de estrellas que sus cuerpos llevaban tatuados, aquellas grafías celestes que reflejaron la emanación Lunar que atravesó el delgado tejido vaporoso de la cortina.
Con el propósito de diferenciar sus formas Padmini, a través de sus suntuosas lencerías tomé sus coordenadas particulares: (i) una constelación de lunares se derramaba desde el cuello, bajando por el dorso y hasta el costado izquierdo del ombligo de Erzsébet y, (ii) un lunar de magnitud doble, en el área sensacional de la Calipigia, que es Vivianne. Sus boobies son suaves, naturales y templadas como la espuma efervescente de las mareas en el perigeo. Sus booties, montículos generosos y carnosos, anhelan toda lógica ulterior. Luego me observaron con avidez, y pronto me sentí señalado por mi timidez. Como Algol, una estrella me observaba y me hablaba mientras la otra se ocultaba entregándose al recorrido geológico del cuerpo de su amada, para, un instante después, cambiar de papel. Mientras me hablaban, me iba retirando la ropa. Cuando estuve cerca, se extinguieron las palabras. Sus bellos rostros me escrutaron, y me condujeron en silencio hasta posicionarme en aquel lecho, junto a ellas. Expectante y en actitud dogmática obedecí. Entonces, como un Magistri Profano que apunta su cetro frente al altar de carne de aquel Ritual de Amor de Alta Magia Ceremonial, extendí mi voluntad hacia las estrellas, y solo entonces, aquellas atalayas impetuosas emergieron deseosas por pactar, por mis Misterios Mayores convocados. El éter del cosmos circundante, se integró en mi sangre caliente, y entonces, experimentando el proceder de la Magia Roja, me jacté de la infamia exquisita que había evocado. Reconociendo mi papel secundario, en el ritual y a la espera que las Excelsas Reinas me otorgaran su indulgencia, avancé lento pero impetuoso, pronunciando susurros guturales de “lengua enoquiana” en sus nucas, siseando y lamiendo sus nucas hasta hacerlas estremecer, acompañando con la orquesta de mi pulso vital intensificado que transmitía su fragor cuando el roce brusco de nuestros rostros tan cercanos, se transfirieron resonancias de pulsación, de hueso a hueso.
Como una remanencia de mi actitud excesivamente precavida, volví la mirada hacia el hall de la puerta de la suite, y observé un camino de diversas prendas de vestir sobre el alfombrado, de pronto el dispositivo volvió a entonar música, y junto al lecho, sobre la mesa seleccioné la botella de Sauvignon y tomé varios sorbos generosos, devolviendo la botella casi vacía a su lugar.
—¡Un desorden perfecto!—, pensé. El privilegio de un caos marital particular, que, sin embargo, luego de redondear la situación durante varias horas previas a la llegada de aquel motel, aún, casi desnudo entre estas ninfas del Edén, desconocía el rol que estaba destinado a jugar. ¡Surrealista castidad!
Lejos de sentirme ebrio por el vino y la cerveza inheridos, y sin más carga química que la sed de la soledad en la sangre que me corroe las venas, conseguí acomodo entre sus cuerpos, en aquella composición de un bodegón con postres, collage orgánico de un artista que emplea a las modelos más excelsas en su sesión, arte profesional de un carnicero, banquete minucioso de un caníbal, la disposición persuasiva de un asesino serial; entre tatuajes, piercings, ornato, perforaciones, besos impresos y marcas en las piel, collar de perlas, el olor a perfumes y la consagración de los fluidos, a la carne y a la sangre; el aliento, el llanto, la cerveza, el vodka, el Whisky, le champagne y el vino, su incienso.
Sumergido, no comprendía la obra en su totalidad. Mi interpretación sensorial no determinaba donde terminaba una arista o donde comenzaba un pliegue de aquella voluptuosidad que le pertenecía a cada una y que se fusionaba en un solo ser. Sumido en glosas altamente bizarras por su belleza y lujo, gradualmente comencé a reconocer a mis anfitrionas, empero, solo cuando fui besado apasionadamente por cada una, concentré mis recursos sensoriales en su rostro. Erzsébet, me besó tiernamente y tocó mi rostro, interpretándolo como lo haría una mujer ciega, recorriendo mi barba y se tocándose a sí misma. Pero fue Vivianne quien me besó desesperada como solo lo haría una esposa enamorada, —aquellos deleites que un día disfruté—. Vivianne mordió mis labios, al punto de asomarse el dolor y de palpar el sabor de la sangre, dejando también, marcas sobre mí cuello y pecho, y diversos rastros que distinguieron su salvaje fogosidad.
Pronto, supe que hacer, y muy rápido aprendí a integrarme, a amarlas por separado, pero a tributarlas con exclusividad, y a reconocer sus preferencias particulares. Entonces me hice firme, abandoné el egoísmo y aprendí a callar.
Aquel encuentro fue por Arte de Magia. Un conjuro de homeopatía. Un contagio de sangre.
—¿Era yo su nuevo éxtasis? ¿El influjo marciano de una triada ancestral? —. No lo sé.
>>Solo supe que el tiempo se detuvo. Que había dejado de ser el soltero tímido que anotaba ideas encriptadas en un portal HTML, oculto a la opinión pública. Vivianne y Erzsébet se habían entregado la una a la otra con la pureza de quienes se conocen desde el origen, y se habían entregado a mí como consortes, con la misma devoción de los oráculos femeninos que invocan a un Dios, uno capaz de materializarse para ellas, de complementarlas y de custodiar sus jornadas oníricas.
Vi entonces, sus pozos a través de pupilas dilatadas mientras sus extremidades me apresaban, y sus uñas labraban mi carne. En ese instante supe que estaba dentro de un delirio artificio, pero real, palpable, tangible. Que, de alguna manera, estas mujeres me amaban. Que, en forma recíproca, nuestro amor es una indulgencia y una prerrogativa de nuestra voluntad y del deseo, eminente. Discerní entonces, los privilegios excelsos que solo la tolerancia acumulada suele otorgar, y la temeridad de saber culminar entre dos juegos impetuosos de alquimia, que es esta bifurcación de energías de lujuria potentes, para hacerlas converger a mi voluntad, para crear el amor, para que avance Tommy Trejo, Le Chariot, nombrado por ellas, pero, saliendo bien librado, robustecido, desde el fango de la abstinencia del pasado, quemado por su ígnea bendición, por su fuego sin humo.
Vivianne me acaricia incluso dormida, entrelazada a mis extremidades manifiesta reflejos espontáneos, como una niña consentida. Erzsébet, me sonríe incluso cuando llora, y solloza muy a menudo, por aquel dolor que es su sabiduría.
—¿Acaso esto es amor… o sólo una suerte proveniente de una incorporación farmacológica, Samael?, ¡Mañana lo sabrás!—, me dije mentalmente. No entiendo y no quiero entender, agregué.
Me observo respirar entre Scylla y Charybdis, tibiecito y domesticado como otra bestia salvaje cebada en su madriguera. Espero su resaca, y las rescataré de la depresión. Continuaré celebrando con el máximo de sobriedad posible. Tal como quieren ellas: “saber llegar”; pero, añado por mi experiencia; “sin que me vean llegar”.
>>Jugar con dos fuegos femeninos, ¡sin quemarme!
***
Samael Magnum.