Samael Magnum.
La Diablesa Verde ©
Elemental de Artemisia Absinthium Autoconsciente
[FRAGMENTO]​
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...Y DESDE MI LUGAR FAVORITO EN EL RINCÓN, OBSERVÉ QUE EL CLUB SE ENCONTRABA VACÍO.
Sin embargo, Cynthia se encontraba ocupada desplegando objetos sobre una mesa.
Demandaba su atención y ¡me cansé de esperarla!
Entonces derramé sobre la mesa el remanente de mi botella de Absenta, acto premeditado y un tanto estridente, que me permitió explorar -de forma metafísica-, degustar las revelaciones de su escrutinio; para finalmente, identificar un peculiar tono emocional equivalente a la ira, que Cynthia encubrió.
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Quizá malgeniada -desde aquel horizonte del salón-, alcanzaba a cuantificar los daños que debía resarcir.
Mientras me levantaba de mi asiento y fingía pena por mi tontería, la observé acercarse.
La atraje hasta mi campo gravitatorio, orbitó en derredor.
Realizó sus evaluaciones mientras conversábamos en forma automática y pronto cambió su trayectoria abandonando mi periferia, como un cometa que dejaba tras de sí, material imperceptible, fragancia, subyacentes en el efluvio de esa cola sensacional.
Me sentí impregnado de su bioelectricidad, hasta gradualmente, su entropía se difuminaba en una alucinación paranormal.
Luego, comenzó a regodearse de mi.
A reírse -en la lejanía- por el reguero.
A decir verdad, me sentí privilegiado por ser su objeto de burla.
-Hermosa, digna de ser contemplada, -aún, la observaba congelado-.
-¡Tranquilo Filósofo!, -sonriente respondió, envuelta en el halo sonoro de su voz consentida que me arrullaba-. ¡Enseguida lo arreglo!, añadió, y estaba nuevamente a poca distancia de mi rostro.
-¡Querrás decir Sofista, Hermosa! -pronuncié entre risas mientras la sujeté con firmeza y luego, mientras aligeraba el secuestro con un tierno ademán-, ¡le sugerí escapar!
Destaqué que levitaba mientras se alejaba y me senté a esperar.
[...]
¡Y el ritual dio lugar!
Cynthia me abordó por la izquierda.
Rompió e ingresó a mi guardia y entonces la sujeté hasta conducirla a mi regazo.
Introduje mi siniestra mano -¡hambrienta felina!-, dentro de su atuendo impecable hasta que recorrí como un aeroplano, la geología oculta, exótica, que es su espalda fría, tersa y trigueña, y desde allí, proyecté la intensidad de un cálido cariño que la conmovió derritiéndola entre sincera extrañeza.
En respuesta, me dirigió sus ojos, absorta, para impregnarme de un mal de ojo, emanación constante e inconforme que disparaba en silencio, mientras continuaba, tímido, mis exploraciones.
Mientras descifraba su rostro, ya que no me apartaba su mirada, mi palma descendió y aterrizó -vehemente-, en esa zona ignota que colinda con su cintura. Entonces contuve mi mesmerismo cual forastero perdido, en procura de disponer los enseres.
Y mientras dilucidábamos la óptima adecuación en la etiqueta de nuestro ensamblaje, dimos relevancia a la acomodación de diversos artículos que mi ella extraía del interior de una caja en estilo barroco, tallada en cedro. Y mientras sacaba cada artículo, la detenía para escudriñarlo en derredor, para cuestionarla con fechas de caducidad; números de lote de fabricación; lugares de procedencia; ingredientes utilizados en su elaboración; el aporte de nutrientes y diversas peculiaridades extremadamente jocosas, que le ocasionaron una risa tierna y sempiterna, la cual contuvo ante mi rostro, febril y circunspecto -por supuesto simulado-, en aras de obtener ese precioso regalo que es su alegría genuina.
Y mientras adobaba argumentos y especificaciones propias de mi invención, logré persuadirla y conseguí su escrutinio en silencio, mientras la analizaba y la reconocía sin que se percatase.
Así pues, terminamos por aprobar cada producto, dicha revisión se constituyó por la botella del Absenta nueva; dos copas límpidas en cristal tallado con sus cucharas singulares. Tuvimos tiempo de contar los turrones de azúcar contenidos en una caja, perfectamente apilados en su interior: 227 unidades y un montón de boronas suficientes para conformar 4 turrones aproximadamente, si hubiéremos dispuesto del molde.
Para finalizar, le hicimos pruebas de hermeticidad al encendedor y descargamos nuestras manos sobre unas servilletas de poliéster para limpiarnos el polvo.
Desconozco el tiempo que invertimos en comunicarnos de esta forma, sin embargo recuerdo que la interrumpí constantemente. No le permití descanso alguno, ¡con ella jugué!
[...]
Cynthia vertió el Absenta en mi copa hasta la medida que indicaba el cristal. Mientras cerraba la botella, dirigí alguna de mis manos hasta esconderla en su cabello. Desenhebré sus hebras de nilón rojo hasta que caté una fragancia particular, dulce y maderada que me embriagó.
Y cuando acaramelaba -al fuego-, las torres de azúcar sobre la cuchara, noté que de mis manos no disponía ya.
No obstante me abrí lugar entre su espeso tejido escarlata con mi nariz y la pellizqué con sutiles mordiscos en el cuello, en la nuca, hasta que secuestré entre mis dientes el lóbulo de su oreja.
Introduje todos mis sentidos en acariciarla, en hacerle cosquillas, hasta conquistar un exquisito escalofrío, cuyo sutil reflejo, le recogió su hombro en sobresalto y le desestabilizó el pulso, haciéndole verter -para nuestra dicha-, el témpano de melao en ambas copas. Y mientras aquellos utensilios fueron tirados sobre la mesa, nos abramos como dos pulpos desesperados...
Cuando volvimos en sí, notamos desorden.
-¿¡Otro reguero Sammale!? -afirmó-.
Y una extrañeza perpetua de su carita afloró, un reclamo condenable y gritos sordos musitó, ecos mudos desde su boquita profería.
Hallé la manera de escapar de aquel enjuiciamiento. Su rostro buscó mis manos, hasta ser acariciada por el mentón y solo hasta ese instante, nos conducimos, temerosos, al tan esperado beso deseado, que hasta entonces habíamos demorado, sin tener discernido el motivo.
¡Su boca me supo a bocadillo!
Y mi ímpetu incontrolado mordió su labio hasta ocasionarle una pequeña herida. Gotitas de sangre emanó. Con mi índice derecho las esparcí al interior de mi boca. Las degusté ansioso, mirándola, divirtiendo con su dolor, besando sus ojos para aliviarla.
Exclusividad por su viscoso placer, comprendió.
[...]
Cynthia terminó de preparar la segunda ronda de elixir y mientras se incorporaba lentamente, mis manos curiosas se introdujeron debajo de su atuendo para evitar, se cayese a un silencioso abismo.
La envolví por la cintura y conseguí devolverla a mi regazo, asiéndola con prepotencia.
Y aquella osadía asintió y se acomodó holgadamente para abrazarme con su calor. Nos besamos hasta alcanzar el alba, en un regodeo de fieras interminable.
Desperté con mis manos posadas sobre sus glúteos. Nunca me aparté de esas magnificas pompas de fría gelatina, frías¡¡
[...]
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-¡Lord Sammale, traigo novedades! –Me sorprende el Mayordomo con un susto de muerte-.
-¡Demonios Eugène!, -repliqué en voz alta-, notando que mi ensoñación se desvanecía y me incorporé a regañadientes hasta sentarme sobre el diván, empapado de vapor y saliva.
-Disculpe si lo interrumpí, mi Lord, no fue mi intensión. -Respondió el Mayordomo apenado-. Si lo desea, hago los arreglos para dilatar la visita, insistió.
-No pasa nada deja así Eugène, ¿¡tengo visita!? -y reconozco que la buena nueva me aviva ipso facto y que le procuro el disimulo-.
-Si Señor, la Señorita Cynthia se encuentra esperando en la Sala. -Eugène se reconforta con mi alegría-.
-¡En hora buena, estoy inquieto! -pronuncié mientras Eugène se retiraba de la instancia.
Encubrí mi rostro y me froté los ojos para producir fosfenos con la intensión de desterrar mi ceguera a los colores.
Me quedé solo al interior de la instancia.
En seguida noté que de aspecto no estaba tan mal.
Rehabilité el doblez y oculté una pequeña mancha oliva de Artemisia en mi camisa y recompuse la horma en los pliegues de mi blazer.
-¡Te invoco Diabla Escarlata! ¡Ven pronto! ¡Ayúdame a romper las cadenas de esta penosa realidad! -pronuncié en voz alta, un tanto ebrio [al parecer]-.
Y de repente brilló esa Bestia Preciosa, incandescente, efervescente, ¡ceñida en éter reluciente!
Y me descubría jovial, untando saliva generosa en fiero acicale felino.
[...]
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Samael Magnum.
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